Aquel célebre italiano conocido como J.J. Casanova, famoso
por sus maravillosas historias de amor, escribió hacia el final de su vida unas
memorias donde entregó a la posteridad los detalles de muchas de esas
inolvidables aventuras. Entre las razones que esgrimió para llevar al papel a lo largo de casi 2000
páginas los sabrosos pormenores de aquellos encuentros, hay una que destaca
entre las demás: reflexionando sobre lo que significaba dar publicidad a la
única riqueza con la que contaba a esas alturas, dijo que lo hacía no por el
dolor que le causaba haber perdido a todas esas mujeres, sino por el placer que
aún sentía al recordarlas, a todas y cada una de ellas.
Si esa fuera la medida de nuestros amores, debo decir
entonces que, en orden consecutivo y no simultáneo, lo maravilloso de todo esto es la forma en
que al menor atisbo de amargura, angustia o soledad, sin darnos cuenta volvemos
a tropezar con esa vertiente secreta de pasión y alegría que tienen asegurada los
caminantes de las tierras de carnaval –“carne-vale”. Allí nuestro deseo borra
de un plumazo todo rastro de caminos recorridos, y nos lanza a los brazos de
una nueva promesa –tal vez sea la única- que arranca de nosotros toda
incredulidad.
Con esa confianza te vi primero sentada a mi lado, y horas
después hacíamos del arriba abajo, y viceversa. Lo demás fue una insuflación
que alcanzó hasta las ilusiones más marchitas. Con el nerviosismo de los
viajeros, ansiosos por partir y recorrer, así me quede mirándote a tu lado
mientras dormías la siesta esa tarde injusta por lo breve. Con tu cabeza sobre
mi pecho, y mi mano anclada a la tuya, hacía esfuerzos para que mi corazón no
golpeara en tu cara, lleno como estaba de la sangre que hasta ese momento
parecía robada. Sí, en ese momento, éramos la antítesis de las pesadillas
góticas. No había un centímetro de nuestros cuerpos que no estuviera siendo
rejuvenecido por la corriente que pasaba de un cuerpo a otro, como un abordaje
de piratas. Ese último abrazo hizo que cada uno de mis átomos terminaran siendo
parte de lo que esconden las olas. Quizá un día frente al mar logre
descifrarlo.
Una semana después, período que desconté segundo a segundo,
todavía no me recupero de la embestida amorosa y marina. Quedó un tacto y una
cercanía como los límites de un mapa portulano. Con un poco de suerte me
internaré en regiones desconocidas para volver a ti y tú a mí. El viento
comienza a soplar, y trae de nuevo el dulce aroma de tu sonrisa, el sabor de
tus ojos, el sonido de tu piel.
¡Deja que me tome de ti para cruzar este océano de tiempo!
¡Haz que el secreto de las olas me sea revelado en tu beso!
Antón Gianelli
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MUJER DESNUDA Eliseu Visconti (1866-1944) |