martes, 24 de octubre de 2023

La locura de Almayer / Joseph Conrad (Impresiones literarias)

 


Relato que aborda también el colonialismo holandés, la supremacía racial implícita, el abuso, la subyugación...


Destaco:

En ese espacio despejado, trabajaba Almayer en su mesa, no muy lejos de una puertecita verde, en la que siempre había un malayo vestido con una faja roja y un turbante, y cuya mano, que sostenía un cordel que colgaba del techo, subía y bajaba con maquinal regularidad. La cuerda movía el punkah* del otro lado de la puerta verde, donde se ubicaba la oficina privada, y donde el viejo Hudig, el patrón. se sentaba en su trono y celebrando ruidosas reuniones. (p. 12)

*Destaco este párrafo porque aparece la palabra punkah (gran abanico de palma colgado del techo), y que en el relato "El hombre que sería rey", de Kipling, también aparece. Esta palabra puede volverse un problema para la traducción desde el inglés antiguo (son escasas las referencias). Una vez resuelto su significado podemos optar por dejarla tal cual en la traducción al español, y en cursiva, como ha sido en este caso; o bien, referirse al objeto no por su nombre (que no tiene equivalencia conocida en español), sino por su descripción.


Estaba dotado de una imaginación fuerte y viva, y en ese corto lapso de tiempo vio, como en un relampagueo de deslumbrante luz, grandes pilas de relucientes florines, y se apercibió todas las posibilidades de una existencia opulenta. El respeto de los demás, la indolente facilidad de la vida, para la que se sentía muy dispuesto, sus barcos, sus almacenes, sus mercancías (el viejo Lingard no viviría para siempre), y coronándolo todo, en el lejano futuro brillaba como un palacio de ensueño la gran mansión en Ámsterdam, ese paraíso terrenal de sus sueños, donde, elevado a rey entre los hombres por el dinero del viejo Lingard, pasaría el atardecer de sus días (o el ocaso de su vida) en inefable esplendor. (p. 17)


Sin embargo, como correspondía a su carácter resolutivo, al cabo de todos aquellos años la sinceridad de los propósitos bárbaros e intransigentes características de sus parientes malayos le pareció preferible a la pulida hipocresía, a las simulaciones corteses y a las virtuosas pretensiones de los blancos con los que había tenido la desgracia de entrar en contacto. Después de todo era su vida, y lo sería también en el futuro, y así fue cayendo cada vez más bajo la influencia de su madre. Aspirando, en su ignorancia, a encontrar la mejor solución para aquella vida, escuchaba con avidez los cuentos de la vieja sobre las pasadas glorias de los rajás, de cuya estirpe era heredera, y sintió cada vez más indiferencia y más desprecio por la raza blanca de la que descendía, representada por un padre débil y sin raíces. (p. 53)


En esos largos años, ¡a cuántos peligros escaparon, a cuántos enemigos se enfrentan con valentía, a cuántos hombres blancos engañaron! Y ahora veía en el resultado de tantos años de trabajo paciente: Lakamba estaba intimidado por la sombra de un peligro inminente. El gobernador se estaba haciendo viejo, y Babalatchi, consciente de una desagradable sensación en la boca del estómago, se llevó ambas manos al vientre, y percibiendo de pronto, con vívida y deprimente claridad, que él también se estaba haciendo viejo, que el tiempo de la audacia temeraria había pasado para los dos, y que tenían que buscar refugio en la astucia prudente. (p. 100)


Se calló de pronto y observó a sus invitados con una mirada significativa. Mientras ellos reían, seguía recitando para sus adentros la misma historia: "Dain ha muerto; es el fin de todos mis planes. El final de toda esperanza y de todo lo demás". Su corazón estaba oprimido. Sintió una especie de malestar mortal. (p. 137)


-Mató a hombres blancos! -lo interrumpió Nina.

El oficial la miró asombrado.

-¿Qué? ¡Cómo! Usted... Balbució confundido.

-Podrían haber sido más -lo interrumpió Nina- Y cuando coja a ese sinvergüenza, ¿se irán de aquí?

El teniente, aún sin palabras, asintió con una inclinación.

-Entonces yo se lo entregaría aunque tuviera que meterme a buscarlo en una hoguera -estalló con intensa pasión-. Odio la imagen de vuestros rostros pálidos. Odio el suave sonido de vuestras voces. Esa es la manera en que habláis a las mujeres, dejando caer palabras dulces ante cualquier cara bonita. Ya he oído antes el sonido de vuestras voces. Tenía la esperanza de vivir aquí sin ver otra cara blanca, excepto ésta -agregó en un tono más suave, tocando delicadamente la mejilla de su padre. (p. 158)


Su deseo de vivir lo atormentaba en un paroxismo de agónico remordimiento. No tenía valor ni para moverse. Había perdido la fe en sí mismo y ya no quedaba nada en él de lo que hace que un hombre sea hombre. El sufrimiento persistió, porque está establecido que permanezca en el cuerpo humano hasta el último aliento, y persistió el miedo. Vagamente, podía mirar en las profundidades de su amor apasionado, ver su fuerza y su debilidad, y sintió miedo. (p. 187)

JFA





Alfredo Zitarrosa (Entrevista)

Destaco:

"Son muchos los poetas que obran en el alma de quien por ahí frecuenta el verso: Rilke, Saint-John Perse, Vallejos, Machado, etc.".

"Nunca me bañé dos veces en el mismo río, suele ser diferente cada día el Santa Lucía, además allí aprendí a pescar por ejemplo, que es otra de las cosas que en la vida importan: saber aguardar"...

"La milonga es negra, el candombe es negro, y el tango posiblemente sea negro también, por lo menos allá en sus remotos orígenes. 'Dejá a los negros tocar tangó', cuando se quejaban de que los negros estaban haciendo bochinche en nuestro país"...